viernes, 27 de junio de 2025

La otra vida de los recuerdos

    El material con el que compuse La paraeta -la herramienta-, es el  recuerdo. Reivindico la importancia de lo recordado, pero cómo usar una herramienta defectuosa, ese fue mi reto del que hablé en la entrada anterior: al narrador deficiente le puse una misión, a saber, debía destrozar mis recuerdos para poder usarlos, para dar visibilidad a la carga emocional de La paraeta.  Las raíces de mis recuerdos son solo mías, aunque las experiencias sean de otro, de mi narrador ficticio.

    De los recuerdos, incluso de los más ordinarios, se compone mi obra; ese es mi logro, cómo hice explícito todo lo recordado, cómo usé algo que todos tenemos, ese material del que vamos sobrados, al que yo dí el nuevo estatus de carne de novela: recuerdos ordinarios trasformados en hechos susceptibles de novelar.

    Era necesario darles un nueva vida, mezclarlos con otros recuerdos menos ordinarios. Solamente la imaginación pudo hacer eso.

    Para escribir La paraeta solo eché mano de dos recuerdos impronta que al principio no eran otra cosa que simples anécdotas. Dos episodios que se trasformaron en recuerdos... ¿cómo diría yo?... dos recuerdos muy configurativos, episodios -recuerdos- inolvidables.

    Recuerdo número uno, mi tío y yo: tendría unos nueve o diez añitos y ahí estaba mi inocencia al lado de mi tío querido. Estábamos los dos en un parque de mi pueblo -Torrente-, y él me mostró su inocencia, y lo hizo sin ruborizarse, me mostró su incompetencia como pensador, como si fuera un ciudadano ordinario. ¡Qué horror! Sin saberlo rompió mi niñez, porque yo con esa edad me lo creía todo, pero noté su ridiculez, sin todavía saber que lo recordaría con los años, sin conocer siquiera la trascendencia que ese recuerdo tendría. Él se creía una eminencia, lo cual me era  increíble, se sentía capaz de escribir un ensayo, del que hablo en La paraeta, Hacia una mayor convivencia. Y como puede comprenderse, por el título, solo podría ser un ensayo pensado por un  ingenuo para ingenuos. No recuerdo exactamente lo que me dijo, algo sí sé, que mi tío desbordaba optimismo por cada poro. ¡Qué inocencia! ¡Menuda perogrullada!

    "O nos emplazamos en `hacia una mayor convivencia´ o nos extinguimos". Esa era la frase repetida de mi tío. Desde luego, se las traía. Esa era la sentencia de mi inocente visionario tío, en ese parque de Torrente hace más de sesenta años. Mi inocencia veía a mi tío como un superdotado. Desde luego, ese fue el momento en el que mi tío se trasformó en mi personaje Severo, por supuesto, gracias a esa imaginación de la que hablo. Los dos -mi tío y Severo- se creían unos superdotados de la política, del clima y hasta de la literatura. Como podéis imaginar, la inocencia también dictaba mi juventud ¿qué digo? la inocencia se apropió de mi niñez. Este primer recuerdo tan prematuro estuvo en  mi memoria años y años, hasta que pude hacer algo con él.

    La paraeta es la historia ficticia de esa obra Hacia una mayor convivencia. Además, eso puedo asegurarlo, mi tío quería escribirla en Esperanto. ¡Pobre loco!

    Esa fue la razón por la que no pude superar ese viejo vicio mío de meter una obra -el ensayo de mi tío- dentro de otra obra, en este caso en La paraeta. La metaliteratura me sigue marcando el camino.

    Segundo recuerdo: el segundo recuerdo al ser casi actual estuvo  menos tiempo en la recámara. Severo -o mi tío querido, como se quiera- se encontraba con todo un séquito de hijos, hijas, nietos/as, suegras y consuegras, yernos  y nueras, etc. Todos estaban en una salita decentemente decorada, y él, mi tío querido, disfrutaba de ese momento tan aciago, su antesala de la muerte. En esta escena de muerte estaba descalzo con sus pies en una toalla mientras su nieta preferida se los lavaba y todos lloraban a grito pelado anticipando la desgracia. 

    Estos dos recuerdos fraguaron la novela entera, porque no solo tenía ya en mi mente a Severo, a su vez imaginé un narrador a la medida de las pocas luces del personaje, que además sería del pueblo, de mi pueblo. ¿No tiene acaso Edith Wharton su Manhattan? o ¿Don Leopoldo Alas Clarín su Vetusta? Solamente era necesario darle otra vida magnífica a los dos recuerdos.

 

2 comentarios:

  1. Buenas tardes Alfredo, me parece muy sugerente la idea que planteas sobre los recuerdos y cómo dos antiguos recuerdos pueden ser la mecha de una novela. Tienes otras entradas sobre los recuerdos, pero lo que me gustaría preguntarte, a raíz de lo que has publicado en esta última entrada , es si crees que los recuerdos tienen vida propia. ¿Un recuerdo nace, se desarrolla y muere? ¿En ese recorrido puede ejercer influencia en tus novelas?

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    1. Gracias Elena, me encanta tu comentario. Sí, los recuerdos tienen vida propia porque solo se hacen caso a sí mismos, aunque también tras su nacimiento siguen creciendo, siguen evolucionando mezclándose con otros recuerdos, incluso, a veces mueren al ser olvidados.
      En mi caso, de los recuerdos que te hablo eran tan sofisticados, con tanto recorrido, que no solo influyen en mis novelas, porque al tenerlos tan dentro de mí fraguaron mi carácter; el poder hablar de ellos hizo que formaran parte de mi vida, es más, alguno de ellos ha sido configurativo de mi historia posterior.

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